Esta semana pude presenciar una ceremonia de reconocimiento al mérito académico.
La excelencia que hoy se reconoce podría verse solamente como un resultado numérico; como el cumplimiento de un indicador.
Pero quedarnos en esta perspectiva nos robaría la oportunidad de ver el camino que lleva a ese fruto que todos deseamos.
La excelencia de un niño en lo académico o de un trabajador en lo profesional normalmente viene de raíces fuertes. En estas raíces podemos detectar los valores que definen a la persona o incluso las lecciones de su familia. El rol de los padres como influencia de buenos o malos hábitos es fundamental en muchos sentidos. Como padres debemos ser conscientes del peso de nuestras decisiones en nuestros hijos para su presente y futuro. Como hijos, conforme ganamos madurez, debemos elegir de forma intencional aquellas conductas que abonan o no a nuestra identidad y de esa forma ir construyendo nuestro proyecto de vida.
Otro elemento clave en el camino a la excelencia son los sistemas que hemos creado para facilitarnos un mejor desempeño. Y por sistemas me refiero a hábitos para cuidarnos en todas las esferas de nuestra vida. Si tengo hábitos multiplicadores que fortalezcan mis conocimientos y capacidades será más fácil alcanzar niveles de excelencia en mi desempeño. Para saber si tengo o no esas conductas debidamente arraigadas debo evaluarme constantemente e incluso enfrentarme a la retroalimentación de otras personas relevantes en mi vida.
Si queremos mantener o mejorar nuestros resultados, como los que ayer vi celebrar a alumnos y familias, debemos trabajar siempre en los fundamentos de dichos resultados. Entre más trabajemos en la identidad y los procesos que nos lleven a ese objetivo, mejor será el fruto y más perdurable su presencia de forma recurrente.
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